domingo, 16 de noviembre de 2014

De la ciudad sólo es posible que nazcan máquinas y rara vez verdaderos hombres


DE LA CIUDAD SÓLO ES POSIBLE QUE NAZCAN MÁQUINAS Y RARA VEZ VERDADEROS HOMBRES
 Juan Pedro Pablo
En mi ciudad nunca nieva
pero siento en su aire una cellisca
cuando la piel curtida
sobre la que me mezo
me pica, me arde y me hastía:
mi gente, la de ésta ciudad congelada en concreto,
está casi como muerta,  son esclavos de los esclavos,
de la máquina, del teléfono celular, de la internet,
del jefe que les escupe en su dignidad – la cual hoy en día
es muy relativa-, del discurso de libertad que amordaza
en la boca un lobo hambriento llamado política; de todo,
en general,
que aparte al hombre y a la mujer
de su encuentro  con la verdad, con su Lubet.

Me siento solo en la inmensidad que me rodea:
un todo que se revela como una nada,
una nada que no apacigua ni calma
sino asusta y condena: su ruido
es el llanto que sale de su alacena vacía.

Un niño se me acerca
para decirme que tiene la andorga vacía:
No tengo nada pero te regalo un aforismo, alimento para el espíritu- le susurro. 
El niño se espabila, sonríe y se larga.

Camino con los pies de plomo puestos
observando cómo me hago viejo
y mi desesperanza, cada vez, más zagal;
encuentro a una puta que estornuda
y llora en una esquina,
me acerco y muy solícito le digo:
- Ayúdame a quitarme los cordones de éstas botas, ya me pesan.
Masculla y me insulta mientras
le doy la espalda... Camino hacia un lugar
más sutil  y aterrador que el mismo infierno:
mi casa, mi triste hogar, el nido de decepciones
en el que nunca me caliento… (Mi felicidad es
como un horno que nunca prende, ni siquiera
con leño ardiendo en su interior.)

¡Y sí!,…continúo sin rumbo, como un gandul,
como alguien que amó y se agotó
del éxtasis supremo
y de la actitud de reciprocidad, como alguien
que reconoce y sabe que es un egoísta.

Y allí está la mujer que proclame mi compañera en antaño
con un lechuguino de treinta años
que cree que su culo y su coño son suyos
pero alegría mía conocer a esa
mujer quimérica: es dueña de sí misma,
de su naturaleza con la cual engaña
haciendo creer que su rebeldía  se amansa
porque su cuerpo a un desconocido entrega;
pobre ese andoba, no sabe que sólo una vez
entregó algo más que su cárcel de huesos y carne
y que ese algo se quedó en mi vientre, en el hálito
de mis suspiros, en las yemas de mis dedos,
en la carne de mis labios, en las profundas y grandes cuevas
de  mi cerebro.

Me entregó su espíritu, me entregó a la persona.

Siempre rechacé que me entregara a la mujer porque eso es el cuerpo
y el cuerpo se pudre y se vende. Siempre le solicité que me entregara
a la persona y la persona es el sexo, el cual transgrede género, cuerpo y soberanía moral; fuerza indómita que nunca flaquea.
.

A él le corresponde su cuerpo, a mí siempre me corresponderá su sexo.

Me acerco y le pido que vuelva,
dice no claramente  y antes  de que me vaya
dice que aún me ama; certes.

¡Qué puta es!, me digo. Mi puta, mi compañera,
mi fuego, mi horno, mi madera…ella es la mujer
proclamada en los cantos de la libertad; yo soy
su triste relator, el retratador de su cadáver...
el catador de su veneno.

¡Qué fría es mi Bogotá! Un hombre busca amor en su lecho
y no lo encuentra. Un hombre está agonizando en una
de sus cornisas y la gente que pasa piensa que pide limosna. 
Un hombre se transforma en sombra entre su indiferencia poética (¿acaso hay varias formas de indiferencia como formas tiene la poesía? No lo sé).
Un hombre muere en sus calles.

Un hombre muere y  de su vientre surge una máquina;
la ciudad ha rugido y ha proclamado suya
una nueva víctima:
la ha golpeado, la ha arrebatado, la ha cansado,
la ha desahuciado.

La ciudad gana esta vez. La máquina se levanta,
mira a su alrededor y se siente calientita,
vigorosa y altiva…La máquina mira su reloj.

Se da cuenta por primera vez que tiene hambre
a lo que con afán se dice:

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