DE
LA CIUDAD SÓLO ES POSIBLE QUE NAZCAN MÁQUINAS Y RARA VEZ VERDADEROS HOMBRES
Juan Pedro Pablo
En
mi ciudad nunca nieva
pero
siento en su aire una cellisca
cuando
la piel curtida
sobre
la que me mezo
me
pica, me arde y me hastía:
mi
gente, la de ésta ciudad congelada en concreto,
está
casi como muerta, son esclavos de los esclavos,
de
la máquina, del teléfono celular, de la internet,
del
jefe que les escupe en su dignidad – la cual hoy en día
es
muy relativa-, del discurso de libertad que amordaza
en
la boca un lobo hambriento llamado política; de todo,
en
general,
que
aparte al hombre y a la mujer
de
su encuentro con la verdad, con su Lubet.
Me
siento solo en la inmensidad que me rodea:
un
todo que se revela como una nada,
una
nada que no apacigua ni calma
sino
asusta y condena: su ruido
es
el llanto que sale de su alacena vacía.
Un
niño se me acerca
para
decirme que tiene la andorga vacía:
No
tengo nada pero te regalo un aforismo, alimento para el espíritu- le
susurro.
El
niño se espabila, sonríe y se larga.
Camino
con los pies de plomo puestos
observando
cómo me hago viejo
y mi
desesperanza, cada vez, más zagal;
encuentro
a una puta que estornuda
y
llora en una esquina,
me
acerco y muy solícito le digo:
-
Ayúdame a quitarme los cordones de éstas botas, ya me pesan.
Masculla
y me insulta mientras
le
doy la espalda... Camino hacia un lugar
más
sutil y aterrador que el mismo infierno:
mi
casa, mi triste hogar, el nido de decepciones
en
el que nunca me caliento… (Mi felicidad es
como
un horno que nunca prende, ni siquiera
con
leño ardiendo en su interior.)
¡Y
sí!,…continúo sin rumbo, como un gandul,
como
alguien que amó y se agotó
del
éxtasis supremo
y de
la actitud de reciprocidad, como alguien
que
reconoce y sabe que es un egoísta.
Y
allí está la mujer que proclame mi compañera en antaño
con
un lechuguino de treinta años
que
cree que su culo y su coño son suyos
pero
alegría mía conocer a esa
mujer
quimérica: es dueña de sí misma,
de
su naturaleza con la cual engaña
haciendo
creer que su rebeldía se amansa
porque
su cuerpo a un desconocido entrega;
pobre
ese andoba, no sabe que sólo una vez
entregó algo más
que su cárcel de huesos y carne
y
que ese algo se quedó en mi vientre, en el hálito
de
mis suspiros, en las yemas de mis dedos,
en
la carne de mis labios, en las profundas y grandes cuevas
de
mi cerebro.
Me
entregó su espíritu, me entregó a la persona.
Siempre
rechacé que me entregara a la mujer porque eso es el cuerpo
y el
cuerpo se pudre y se vende. Siempre le solicité que me entregara
a la
persona y la persona es el sexo, el cual transgrede género, cuerpo
y soberanía moral; fuerza indómita que nunca flaquea.
.
A él
le corresponde su cuerpo, a mí siempre me corresponderá su sexo.
Me
acerco y le pido que vuelva,
dice
no claramente y antes de que me vaya
dice
que aún me ama; certes.
¡Qué
puta es!, me digo. Mi puta, mi compañera,
mi
fuego, mi horno, mi madera…ella es la mujer
proclamada
en los cantos de la libertad; yo soy
su
triste relator, el retratador de su cadáver...
el
catador de su veneno.
¡Qué
fría es mi Bogotá! Un hombre busca amor en su lecho
y no
lo encuentra. Un hombre está agonizando en una
de
sus cornisas y la gente que pasa piensa que pide limosna.
Un
hombre se transforma en sombra entre su indiferencia poética (¿acaso hay varias
formas de indiferencia como formas tiene la poesía? No lo sé).
Un
hombre muere en sus calles.
Un
hombre muere y de su vientre surge una
máquina;
la
ciudad ha rugido y ha proclamado suya
una
nueva víctima:
la
ha golpeado, la ha arrebatado, la ha cansado,
la
ha desahuciado.
La
ciudad gana esta vez. La máquina se levanta,
mira
a su alrededor y se siente calientita,
vigorosa
y altiva…La máquina mira su reloj.
Se
da cuenta por primera vez que tiene hambre
a lo
que con afán se dice:
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- Es hora de ir a trabajar. >>
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